sábado, 29 de noviembre de 2014

BURN-OUT

   
   Comenzó desanudándose la corbata. Necesitaba de alguna manera deshacer el nudo que tenía en la garganta. Los verdugos también tienen días negros en los que les es difícil pasar el trago, días en los que la satisfacción de un trabajo bien hecho podría costarles la condena a muerte sino estuvieran del lado de la justicia.
Aquella tarde, Antonio se levantó sin haber pegado ojo, se tomo su café con leche sin gachas, se lavó con agua helada para ver si se trataba de un mal sueño y como no despertaba, se perfumó a la colonia de lavanda, para ir poniendo al reo en situación ya que iba a pasar una eternidad entre las flores del camposanto.
Cuando llegó a la prisión, la noche ya había caído. Las luces blancas del sótano se le antojaron al viejo una burla y un retortijón le hizo salir de allí antes incluso de haber entrado.
Sus dientes entrechocaban marcando los segundos como las agujas de un reloj, le temblaban tanto las manos que no acertaba ni a limpiarse el culo y con el estómago contraído por el miedo, Antonio maldecía a dios, a su madre y al pacto firmado con el diablo.
Habían pasado treinta años desde que salvó su pellejo a cambio de matar a otros.
Ahora que poco le importaba ya morir, las ejecuciones habían dejado de ser un trueque y las llevaba en penitencia como un cilicio.
La botella de coñac ya no le daba el coraje para pasar al garrote la vida del infeliz por la que salvaba la suya, bebía para embriagar su conciencia y llevársela engañada a la cama como si fuera una doncella.
Las seis de la mañana pasaron y a las siete el teléfono todavía no había sonado. Había que ejecutar la sentencia. Prepararon al prisionero que iba cubierto de orines y le llevaron tambaleante al patíbulo, Antonio le esperaba junto a la silla, ebrio. El sayón empuñó la manivela con determinación, dio vuelta y media y el cuello del joven cedió ante sus manos.
Entre los dos cuerpos que sacaron de la habitación la única diferencia era que uno respiraba y otro no, pero ambos estaban igual de muertos.
Antonio se puso en pie, cobró por el trabajo y todos le felicitaron por la precisión de la faena.
Esperaban no verle pronto.

Sentado en su vieja cama, en la decrépita portería de un edificio triste, el viejo se lleva las manos al cuello, sustituye la corbata que le ahoga por la cuerda ruda de una soga y encuentra, instantes antes de morir, el alivio de un trabajo impecable. Siempre fue un buen verdugo.
El aroma a lavanda inunda la habitación.

 
Maria Fraile

(Relato seleccionado para formar parte de la antología Palabras Contadas)

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