domingo, 14 de diciembre de 2014

UNA DE VAQUEROS

   

    En el pueblo nunca se había vivido una agitación parecida. Los americanos venían a rodar una película del oeste y los trescientos y pico habitantes habían sido contratados para hacer de figurantes. No se habían librado ni las viejas de la plaza a las que querían poner ponchos y sombreros, decían, y así sentarlas en el suelo esparcidas por las esquinas. Fue un escándalo.
El alcalde y el juez se disputaban la placa de sheriff y para ésto el magistrado cedía a su madre si se necesitaba algún ahorcado y el alcalde a la suya para hacer de cactus. El médico y el cura, profesionales de vocación, se agarrarían a las caderas de las fulanas del saloon. Viejas rencillas salían a la luz y se creaban de forma espontánea grupos de justos y de bandidos que, al cruzarse por las callejas, se escupían a las botas con desdén y arrogancia. Ya nadie llevaba alpargatas y ningún hombre se afeitaba. Diestros jinetes pedían agua para sus mulas a la puerta del bar y a Anselmo se le acabó la botella de whisky en una hora de rondas y apuestas entre los jugadores de dominó.
La panadera decía que la peluquería haría un burdel perfecto.
La peluquera afirmaba que si hacían falta ladrones, el farmacéutico se sabía el papel de memoria.
De pronto el silencio y su eco se hacen con las calles, un remolino de aire levanta una vieja bolsa de plástico que rueda de lado a lado de la carretera. Dos hombres se retan con la mirada como auténticos forajidos, los tiros que se cruzan también son verdaderos.
El pueblo sale en las noticias de las tres, todo él protagonista y sus habitantes quitándose la palabra unos a otros afirman que los dos tipos se conocían de toda la vida y que parecían vecinos normales.

María Fraile

No hay comentarios:

Publicar un comentario