(Imagen : Banksy, la bandera de la UE)
Había llegado a la
playa el muerto número dos, decían en el diario.
Sin nombre, ni rostro, sin árbol genealógico ni conversación sobre
el tiempo que molestase. Llegó ya en silencio, dejando que los demás
hablasen o callasen por él. Si hubiese sido un vivo como yo, al
muerto número dos le molestaría haber muerto de esa manera, cuando
siempre se imaginó que llegado el
momento, toda la familia rodearía su
cuerpo, arrugado de puro viejo y exagerarían sus virtudes, se
reirían de sus anécdotas y le pondrían como ejemplo a las
generaciones de números dos por venir. Pero el hijo del número dos
había sido el cadáver número uno y había llegado dos horas antes
a la playa, con los brazos extendidos, como un superhéroe y un pañal
sin marca, superabsorbente, con un montón de olas atrapadas en su
celulosa. Porqué estaban ahí, lo sabíamos todos. Algunos lo
comprendían, a otros se les saltaban las lágrimas, sinceras,
se insultaban a los gobiernos y había quien culpaba a los ahogados
de irresponsabilidad, mientras se alegraban de que sus nietos,
porfín,
hubiesen encontrado un trabajo. La vida. Eso que andaban buscando
todos esos números muertos cuando todavía tenían un nombre.
María
Fraile
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