La
palabra no acababa de salir. Doña Amalia, que había vuelto al
crucigrama para olvidarse de que el estofado se había ido al carajo,
mordía con fuerza el boli para ver si el bic confesaba el maldito
vocablo.
Ella
siempre había sido más de números pero la médica le dijo en tono
tajante – Mire, Doña Amalia, si sigue usted tragándose las
palabras, se nos va a poner enferma--
Y
sin saber qué hacer con ese bloque amorfo, sin principio ni fin, que
le llegaba ya hasta el cuello y que ni los merengues le permitía
tragar sin dolor, se dijo que los crucigramas quizás podrían
quitarle algo de peso. Y así fue. «ánade, Po, Titan, sibilino,
boj, aladro, ñandú» fuera. Luego fue a la tienda de José
«usurero, mercachifle, cacique, sanguijuela, ladrón” fuera. Su
hija, su hermana, sus amigos, su dios, su propia
sombra se encontraron
con montañas de palabras a las puertas de sus bocas. Doña Amalia se
desahogaba. Poco a poco solo le
fueron quedando las
expresiones vetustas, los diminutivos pequeñísimos y algunos
susurros escondidos desde hacía años entre tanto ruido. Pero poco
podía hacer la Doña con los restos, no le llegaban ni para maldecir
un estofado y por más que buscaba no encontraba las palabras por
ningún lado. Entonces se acordó de que ella, al fin y al cabo,
siempre había sido más de números y empezó a contar despacito
hasta que el disgusto se le pasara.
María
Fraile